31 julio 2008

EL PADRE DE BRUNO

Bruno tiene casi ocho años y me miraba hoy divertido mientras yo, cubiertas apenas mis vergüenzas por unos calzoncillos que me vienen pequeños, daba curso al ritual mañanero del afeitado. El crío estaba sentado en mi cama y desde su altura debía tener una perspectiva de mi cuerpo de la que no he sido consciente hasta oír su pregunta:

Oye, papá... ¿quién es más fuerte: Félix o tú?

Félix es el socorrista de la piscina de la casa donde vive Bruno. Un tipo estupendo que terminó sus cinco años de estudios de educación física hace poco y que prepara oposiciones para entrar en el Cuerpo Nacional de Policía.

Hombre, quizá Félix sea más fuerte, porque entrena todos los días y eso... pero -me he sentido obligado a mantener el tipo ante semejante comparación- estoy seguro de que si tuviéramos que luchar, yo lo inmovilizaría. Ten en cuenta que aunque yo no entrene todos los días soy más grande que él y que si le caigo encima no podría zafarse de mi presa tan fácilmente.

Unos segundos de silencio han bastado para que Bruno, gran rumiador, haya fundado dudas más que razonables acerca de lo verosímil de mi afirmación y para que yo haya advertido, previa disimulada mirada a la zona baja del espejo, que la panza que cuelga de mi abdomen irredento oculta ya sin piedad la goma elástica de la parte delantera de los calzoncillos.

Pues yo creo que si Félix te tuviera a ti encima, como dices, haría así y se libraría antes de que el árbitro te diera ningún punto.

El crío se había tumbado para entonces en la cama y a un grito ininteligible que imagino imitaba la voz de un luchador en plena acción, ha imprimido a su cuerpo un movimiento como de látigo mientas fingía librarse de un rival que supuestamente lo hubiera mantenido hasta entonces pegado al tapiz imaginario en que de repente se había convertido la colcha.

El asunto empezaba a complicarse y como yo sólo tenía media cara rasurada, he empezado a dudar entre echar mano del batín y ocultar el objeto de curiosidad de mi hijo o mandarlo a la sala a ver la televisión. Ninguna de las dos opciones me ha parecido honrada intelectualmente, así que me he dejado resbalar por el primitivismo pedagógico:

Mira, deja que termine de afeitarme y verás cómo no es tan fácil eso que tú dices.

A Bruno esto le ha parecido una gran idea, así es que ha esperado pacientemente a que yo terminase de afeitarme y se ha prestado con gran alegría a colaborar en la demostración de fuerza de su padre.

Me he tumbado cuidadosamente sobre él -130 kilos de carne, tocino y hueso pueden manejarse con primor si la circunstancia obliga- y descargando apenas una parte de mi peso sobre su cuerpecico de alondra le he dicho:

Ea, venga, a ver cómo te libras tú de esto.

Cinco segundos de bufidos y risas después, el crío ha desistido y yo me he levantado convencido de que había salvado la cara por una vez. Estaba seguro de que Bruno me veía ahora como un templo de tiarrón, como alguien a quien no resulta tan fácil mojar la oreja.

Nos hemos vestido, hemos sacado a pasear al perro y después hemos entrado a desayunar en el bar de abajo -mi nevera está temblando y nunca encuentro el momento de ir a la compra- así es que para cuando Bruno y yo estábamos dando cuenta de unas tostadas de aceite, yo no me esperaba que el asunto volviese a aflorar.

¿Sabes qué, papá? Yo cuando sea mayor, aunque no gane a lucha libre, prefiero no ser gordo.

Me he dejado la tostada.

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