08 octubre 2009

RABADILLA BARROCA

Theodora. Georg Friedrich Händel (1685-1759)
Oratorio en tres actos, HWV 68
Versión de concierto

Teatro Real. 7 de octubre de 2009.
Equipo artístico: Gabrieli Consort and Players
Dirección musical: Paul McCreesh
Reparto:
Theodora: Renata Pokupic Irene: Anna Stéphany Didymus: Iestyn Davies Septimus: John Mark Ainsley Valens: Simon Kirkbride Mensajero: Richard Rowntree
Asistir a la interpretación completa de un oratorio de Händel en versión de concierto es siempre -pero especialmente cuando el oyente es obeso- una buena ocasión para comprobar cómo anda uno de amor al arte. En este caso, fue el dolor de rabadilla producido por tres horas de apoyo del cóccix sobre una butaca de principal del Teatro Real lo que puso a prueba el gusto de este aficionado por la música barroca, por el músico de Halle, por los Gabrieli Consort and Players, por los santos mártires de Antioquía y por el lucero del alba.
Triunfaron estos últimos. Todos ellos. De lo cual me alegro mucho porque hubo un par de momentos en los que, a la vista de lo que me hacían sufrir las ancas, me planteé seriamente la posibilidad de llorar de dolor. Afortunadamente acabé por hacerlo de emoción. Dos veces sólo en el primer acto: la primera -previsible- cuando Anna Stéphany acometió Bane of Virtue, un aria que siempre me hace desear ser mejor persona. La cosa había llegado hasta ahí no sin cierta desazón inicial: obertura fría y Kirkbride poco convincente en su primera aria, dignamente resuelta -como casi todas las demás- pero tan desprovista de sentimiento que no se sabía si el gobernador romano estaba amenazando a los cristianos con diversos tormentos o si enumeraba las partes del aparato excretor; en el resto igual de soso y además no pocas veces pequeño de voz. Cierto que ya al principio se pudo escuchar una memorable interpretación de Descend Kind Pity por parte de la mejor voz de la noche, la del tenor John Mark Ainsley.
El segundo momento de intensa alegría trasladada al exterior por unas pocas mansas lágrimas del oyente -todo también bastante predecible, ¿a qué negarlo?- llegó cuando la cristiana Irene comenzó a comparar la gracia de Dios con las rosáceas luces del alba y a invocar a Nuestro Salvador para que fortaleciese el corazón de los cristianos ante la proximidad de la muerte del cuerpo. ¡Ah! entonces el mío comenzó a aligerarse casi hasta levitar sobre la butaca y a sentir verdadera felicidad por pertenecer a la misma especie animal que la de quienes habían escrito e interpretaban esa música. Después un aria "sorpresa" de Septimio -Dread the Fruits of Christian Folly- que sencillamente no estaba en ninguna de las dos grabaciones utilizadas para preparar el concierto; y una hermosísima Kind Heav'n en la que la bella voz del contratenor Iestyn Davies brilló a la misma altura que su buen gusto interpretativo. Coro de cristianos, bellas disonancias en tono menor, y al pasillo.
Copa de cava con canapé de jamón. El pan un poco seco. No hay derecho, por seis euracos. Veinte minutos para estirar las piernas e intentar meter las narices en el reservado de los patrocinadores. Sin éxito. Los pinchos que se atisbaban más allá de los biombos corporativos tenían mejor pinta que los del pueblo soberano.
A continuación actos segundo y tercero del tirón. Una auténtica machada. Kirkbride tenía aquí varias arias de lucimiento: Wide Spread His Name, por ejemplo. Mal. Pequeño. No hablemos de las bravas Cease Ye Slaves o Ye Ministers of Justice de más adelante. Nada angustia más que un barítono que parezca corto de fiato. Y a mi se me figuró que así andaba Kirkbride. Theodora-Pokupic, en cambio, finísima en las dos arias de la escena segunda. Conmovedora aquí la interpretación de los players dirigidos por McCreesh, que por otra parte borda el oratorio. Excelente música. Trompas y sacabuches de época. Emociones renovadas. Sentimientos de piedad por la santa condenada a la prostitución. Esas notas solas de la flauta hendiendo el aire, tan solas como la mártir en ese preciso momento de la narración. Exaltación interior, pasmo redivivo ante el genio compositivo del alemán.
Deeds of Kindness en la voz del pequeño contratenor Iestyn Davies consiguió que el oyente creyese por primera vez que esa voz afeminada -uno es hijo de su tiempo ¿qué vamos a hacerle?- podía ser la de un mártir cristiano en el momento de decidir sacrificar la propia vida por salvar la de una amiga. Poco después, en Sweet Rose and Lilly, me pareció que Iestyn había crecido veinte o treinta centímetros. Maravillosa aria. Espléndida interpretación. No suelo, ya digo, disfrutar del registro de los contratenores, pero éste logró emocionarme. Hasta la lágrima -y sí: ya van tres- cuando poco después atacó con Pokupic el bellísimo duo que pone fin a la escena quinta. Nuevo coro de cristianos y dos minutos de descanso en la butaca antes de empezar el tercer acto. Lo normal: Perdone, señora. (Madre, cómo estoy sudando, quién pillara ese abanico.) Muchas toses. Roñoso el público madrileño con los aplausos al reincorporarse el consort y su director.
Y el tercer acto. Lord to Thee: un sentido recuerdo -casi un oración en el corazón del oyente- para la gran Lorraine Hunt. Véase. Dios la tendrá en su gloria. Y eso que era budista. Al de la rabadilla dolorida le dio entonces por pensar cómo es posible que un oratorio tan excepcional como éste no tuviera éxito en el Londres de después del terremoto, a pesar de ese expresivo "though convulsive rocks the ground." Quizá Händel estaba en lo cierto al decir que en aquel Londres no podía tener éxito la historia de una mujer virtuosa y un varón santo. Pues anda que hoy. Y no digo en Londres. Varias veces a lo largo del oratorio, al advertir cómo el texto contrapone la obligación moral y la ley civil, me dio por pensar lo adecuado que resultaba programar Theodora en Madrid en estas fechas. Los programadores oficiales del Real dicen que todo guarda relación con una temporada que gira en torno a la figura de la mujer, pero a mi me parece que tienen un infiltrado dispuesto a hacer pensar al público.
Coro perplejo de paganos. Finísima aria y dúo final de Renata Pokupic y del ya por entonces grande Iestyn Davies. Coro iluminado, celestial, de cristianos. Y fin. Doy mi palabra de que lamenté que la cosa terminara a pesar de que para entonces ya estaba poco menos que para pasar directamente de la sala al fisioterapeuta.
Más racaneo de Madrid con los aplausos. Muchos -casi todos del patio de butacas- empujaban hacia la puerta mientras McCreesh, el consort y los players todavía saludaban a los que firmes en nuestras localidades les aplaudíamos con fervor.
Al salir a la calle unos y otros nos tuvimos que agolpar en el cocherón del Teatro mientras esperábamos a que amainase un temporal tremendo. Los thunders, seguramente irritados porque no les habían dejado roll around con los Gabrieli y poner así fondo terrible al Lord to Thee de Irene, nos esperaban en la plaza de Oriente. Me calé hasta los huesos mientras corría azuzado por sus bramidos camino de la boca del metro de Ópera.

04 octubre 2009

NUEVA LEY, VIEJA CORRUPTELA (y III)

El interrogatorio de testigos mediante auxilio judicial

Retomando lo que dejamos iniciado en la anterior entrada de esta serie sobre la práctica de determinadas pruebas en el proceso civil, y en cuanto a la testifical de quienes se encuentran en el excepcional caso del artículo 169.4 de la Ley de Enjuciamiento Civil, al que ya tuvimos ocasión de referirnos, advertimos que la situación es aún más extraña. Nuestra Ley de Ritos guarda sorprendente silencio acerca de si al exhorto mediante el que se solicita el auxilio de otro órgano judicial para la práctica del interrogatorio de estos testigos debe acompañarse o no una relación de las preguntas que pretende formular la parte que propone este medio de prueba. En realidad, y salvo para el caso de la declaración testifical domiciliaria -cuya regulación quizá cabría aplicar parcialmente y por analogía al supuesto de la declaración de testigos practicada mediante exhorto- no se encuentra en toda la LEC ninguna norma que regule aun mínimamente el modo de proceder en estos supuestos.

Dando por aplicable aquí cuanto más arriba dejamos dicho en materia de control por el órgano enjuiciador de la utilidad y pertinencia de las preguntas y lo referente a la intervención oral de los abogados en la práctica del interrogatorio de parte, obligado resulta reseñar lo que en la práctica de este tipo de testifical suele darse: el órgano judicial solicita a la parte proponente que elabore un pliego o interrogatorio de preguntas por escrito y, tras la admisión de éstas, las remite a la parte contraria para que pueda, si le conviene, formular repreguntas. Recibidas y admitidas éstas últimas, unas y otras se remiten entonces mediante exhorto al órgano territorialmente competente en el domicilio de los testigos para que, sin intervención oral posible de los abogados de las partes, el órgano exhortado se limite a documentar las respuestas -necesariamente premeditadas, al menos en parte- que en cada caso ofrezcan los testigos. Este modo de proceder no encuentra respaldo en ningún precepto legal vigente y constituye en realidad una auténtica reminiscencia en nuestro foro de las previsiones de la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881.

La costumbre procesal atávica que criticamos, y a la que con creciente entusiasmo se suman -al menos en la primera instancia- cada día más miembros de la judicatura, ahorra sin duda al órgano enjuiciador la siempre tediosa práctica de la prueba de testigos o incluso la del interrogatorio de partes y convierte el acto del juicio en poco más que la ocasión de que los abogados emitan sus informes de conclusiones marchándose después a sus respectivos despachos a esperar la sentencia, pero perjudica indudable e indebidamente la aplicación a estos procedimientos de los principios de inmediación, oralidad y contradicción que nuestro ordenamiento jurídico considera axiales en materia procesal.

Para evitar su extensión, se hace preciso denunciar con el mayor vigor esta corruptela, proponiendo la enmienda de la Ley de Enjuiciamiento Civil de tal modo que mediante la introducción de una regulación mínima se garantice que también en estos supuestos, siquiera sean excepcionales e infrecuentes, se garantiza el debido respeto a los principios que informan y sostienen nuestro Derecho Procesal.