31 agosto 2009

RECONSTRUCCIÓN DE UN ACCIDENTE Y AVERIGUACIÓN DEL PARADERO DE UN SEÑOR BAJITO.

Quizá para muchos no sea una obra de arte ni se proyecte reverentemente en las escuelas de cine -su autor no aspiró nunca a tal cosa-, pero La vida por delante (Fernando Fernán Gómez, 1958) es, además de una de mis películas favoritas, un excelente retrato de una España que acababa de pasar de terriblemente desdichada a sólo infeliz, pero en la que cabía la esperanza. En las escenas de esta película se percibe una realidad algo gris y angustiosa de la que, sin embargo, se podía y por supuesto se solía escapar con inteligencia y buen humor.

La secuencia que cuelgo aquí es un ejemplo de ingenio cinematográfico y de genialidad interpretativa (Isbert está sin duda en la parte del Cielo que Dios reserva a los buenos actores) y en mi opinión debería ser de obligada proyección en todas las Facultades de Derecho: es la mejor representación artística que conozco de la ardua tarea de reconstruir unos hechos por medio de la declaración de varios testigos.

La cosa está aquí abajo en dos partes que se suceden automáticamente. Basta con darle una sola vez al plei y disfrutarla.

15 agosto 2009

EN CUERPO Y ALMA

El Padre Juan Aragonés, de las Escuelas Pías, no se anduvo aquella mañana con rodeos ante el grupo de pequeños catecúmenos: el cuerpo de la Virgen María no estaba en ninguna tumba. Cuando el Señor lo dispuso, cargada de años y de amor por los apóstoles y por todos nosotros, la Madre de Dios más que morirse se durmió plácidamente y los ángeles la llevaron al Cielo en cuerpo y alma. Parece que otros ángeles que estaban allí arriba esperándola se alegraron tanto al verla que formaron un gran alboroto -es sabido que las criaturas angélicas son dadas a este tipo de manifestaciones en las ocasiones señaladas- y por eso, para unir nuestra alegría a la del Cielo, cuando llegaba el quince de agosto, íbamos de jira al campo, se corrían toros, tirábamos cohetes, cantábamos y bailábamos. Lo había dicho el Papa y era obligatorio creérselo. Lo de la Virgen solamente. Lo de los toros y la fiesta era opcional.

- ¿En cuerpo y alma, Padre?

- Sí, eso: en cuerpo y alma.

- ¿Y los ángeles se la llevaron al Cielo?

Aquel benemérito Padre, bien metido ya por entonces en la sesentena y obviamente ajeno al vendaval postconciliar -corría marzo de 1974-, se caracterizaba por una gran expresividad facial, circunstancia que había llevado a sus alumnos a desarrollar una extraordinaria capacidad: predecir el humor del reverendo por mera atención al modo en que fruncía el ceño. Básicamente, y aunque desde luego había matices, se había constatado de modo empírico que la probabilidad de recibir un cachete era inversamente proporcional a la distancia entre las cejas del escolapio. Así es que aquel día, después de ver cómo la pregunta de Escudero hacía que el barómetro ciliar del Padre Aragonés anunciase borrasca, todos pensamos que no tenía sentido ahondar en un asunto que, por lo demás -verbenas, cohetes y toros incluidos- había quedado ya perfectamente claro.

-Pero... ¿por qué no iba a estar la Virgen en la tumba esperando a resucitar como todos los demás?

La pregunta hendió el aire del aula pequeña del cuarto piso, la que estaba frente a la clausura de los Padres. Todos los niños pensaron entonces que uno de ellos tenía auténtica vocación de mártir. Escudero se había adentrado en las aguas más procelosas que tenía el océano catequético: hacer preguntas difíciles y encima en tono chulesco. Las aguas de ese mar, especialmente a menos de dos meses de tomar la Primera Comunión, eran difíciles de navegar sin que una o dos olas acabasen por golpearle a uno el velamen.

-Ya verás tú la que le cae- le susurró divertido un catecúmeno pequeñito a otro un poco cabezón que estaba sentado al lado del de la pregunta difícil.

Entonces ocurrió el milagro.

El Padre Juan Aragonés levantó su pesada humanidad de la silla, se sacudió el hábito un poco gastado que llevaba, miró al niño de la pregunta, se aproximó decididamente a él y, en lugar de arrearle una colleja como esperaba todo el mundo, le puso la mano en la cabeza.

-A ver, niño. Porque la Virgen María tiene a Dios por Hijo y del mismo modo que Éste quiso que el nacimiento de la que iba a ser su Madre fuera distinto del de los demás hombres y mujeres, también quiso que su marcha de este mundo fuera especial, y así además pudo tenerla antes a su lado en la Gloria... ¿no te parece natural eso? ¿No harías tú lo mismo con tu mamá si pudieras, darle lo mejor, lo más hermoso, y tenerla junto a ti la mayor parte del tiempo?

Entonces, al de la pregunta difícil se le arrasaron los ojos y no atinaba a responder nada. Pasó un rato sin que se oyeran más que los jipidos del pequeño, hasta que súbitamente el rostro del padre Juan Aragonés cambió la expresión de desconcierto por otra que no le habíamos visto nunca. Con gran esfuerzo se puso en cuclillas, le plantó las dos manazas al chico sobre los hombros y por un momento pareció que iba a decirle algo. Pero tampoco él pudo hablar. Le temblaba la papada y tenía húmedos los ojos pequeñitos y azules con que nos miraba fijamente para hacernos callar en clase.

Pasó un instante y entonces, sin llorar nada, con una voz que parecía de mayor, habló el chaval.

-Si yo pudiera, Padre, tendría siempre a mi madre a mi lado… y recalcó muy despacito: …en cuerpo y alma.

El Padre Juan no dijo nada, se puso en pie, se sonó muy fuerte, sacó de los bolsillos del hábito dos puñados de nueces, higos secos y orejones -manjares que dosificaba sabiamente entre quienes respondían bien las preguntas del catecismo- y los dejó sobre la mesa del profesor para que antes de salir al patio tomásemos de allí lo que más nos apeteciera. La clase de catequesis terminó aquel día muy pronto.

Yo me acordé después, en el patio, de que el año anterior habíamos ido todos a misa porque a Escudero, el de la pregunta difícil, se le había muerto la madre.

06 agosto 2009

LA CUESTIÓN DEL ABORTO (VII)

Tal y como se dejó prometido en la última entrada de esta serie, se intentará ahora dilucidar si las decisiones que conciernen a la maternidad, y especialmente la decisión de frustrar a voluntad el curso natural de una preñez, competen en exclusiva -como defienden algunos- a la mujer gestante.

Podría parecer que, precisamente porque hemos caracterizado la maternidad como una posibilidad o capacidad definitoriamente femenina y además como un acto propiamente voluntario, extinguida por cualquier motivo -o inexistente desde el principio- la específica voluntad maternal de una mujer, lo apropiado sería respetar en todo caso su decisión libre y espontánea de abortar. Repugna además a nuestro concepto de maternidad la posibilidad de que ésta pueda ser obligatoria o impuesta, por lo que resulta fácil concluir que lo único razonable que puede hacerse ante este asunto es dejar que las mujeres tomen sus decisiones sin ningún tipo de coacción, ofreciéndoles si acaso orientación, ayuda o consejo.

Pero siendo cierto lo anterior, no lo es menos que -según pudimos ver en las primeras entradas de esta serie- desde el momento mismo de la concepción puede y debe hablarse lícitamente de la existencia de una vida humana distinta de -aunque en modo alguno ajena a- la de la madre. Así pues, siempre que a ésta le falte la voluntad de pasar adelante con un embarazo, nos encontraremos frente a una disyuntiva clásica: el conflicto de bienes. En nuestro caso tendríamos de un lado la libertad de una mujer -a quien indudablemente se haría violencia si se le impusiese la maternidad o si de cualquier modo se le impidiese ejecutar su voluntad de terminar anticipadamente el embarazo- y del otro la incipiente vida humana a la que hacíamos referencia al principio de esta serie de pequeñas reflexiones sobre el aborto.

Desde cierta perspectiva moral, podría arrojarse más luz sobre este asunto considerando la posibilidad, defendida por algunos, de que existan actos intrínsecamente malos, esto es: de tal naturaleza que no serían lícitos ni siquiera cuando de su ejecución se siguiese un bien; pero aceptar esta posibilidad exige asumir algunos postulados que sólo encuentran fundamento en la Fe y -como habrá advertido el agudo lector- en estas reflexiones se viene evitando deliberadamente cualquier razonamiento que presuponga la aceptación de lo sobrenatural.

Sea desde una u otra perspectiva, lo que se nos manifiesta ya con alguna claridad es que la decisión de terminar un embarazo no puede dejarse a la discreción de la gestante, y esto al menos porque si hiciéramos tal cosa dejaríamos desprotegido uno de los dos bienes en liza. No faltará quien argumente que la madre puede tomar en consideración -y sin duda lo hará en la mayor parte de las ocasiones- precisamente la existencia de la vida que se encuentra en el término más débil de esta ecuación, pero no puede bastarnos eso. El Derecho, suprema manifestación de lo que algunos pensadores han dado en llamar inteligencia social o colectiva consiste en poner al servicio del más débil un tipo de violencia ordenada cuyo ejercicio se reserva al Estado. Este uso de la fuerza permite que en las situaciones en las que -de no producirse- el más débil caería siempre ante el más fuerte, la intervención del Estado haga posible adoptar una solución que no sea la más fácil, sino la más justa o, si se quiere, la más conveniente para el cuerpo social y político de que se trate. Cuando el Estado se inhibe ante un conflicto de esta naturaleza, y lo relega por tanto al ámbito particular, al de los casos íntimos o de conciencia, indudablemente se está ante un retroceso de la inteligencia colectiva.

Más adelante en esta serie se procurará resolver la cuestión de en qué dirección -más allá de impedir que se adopte la solución más fácil o rápida- ha de extenderse la intervención del Estado; y cuál es la solución más justa o conveniente a los casos que venimos analizando.