23 abril 2009

LA MÚSICA DE MI VIDA

Oigo sus primeros chirridos, veo pasar veloces sus sombras negras por las cortinas de la ventana del despacho y no me resisto a dejar inmediata constancia de que han acudido fieles a su cita como cada año. La voz familiar de los vencejos me alegra la mañana, me permite imaginar el cielo azul sin levantarme de la silla y acaba por hacerme pensar en lo difícil que sería la vida sin el canto de las aves.

Podría contar mi pequeña historia a base simplemente de unos cuantos gorjeos bastos de ciertos gorriones de mi infancia, los trinos francos de no más allá de dos o tres jilgueros -colorines entonces para nosotros- entre los albaricoques de la huerta de mis padres; los cantos exóticos de las aves americanas de mi primera juventud: chillidos estridentes, casi humanos, de los arrendajos azules y llamadas rítmicas y sensuales de los cardenales; los descarados plagios silbados de los mirlos madrileños -cómo me hacía reír aquel que entre los álamos de la Residencia de Profesores imitaba con increíble perfección la sirena de las ambulancias- o los chasquidos ruidosos de las urracas chulescas avisando a sus hermanas de la inminencia de un peligro.

Me siento ahora casi como Roy, el androide de Blade Runner, al contar -y esto sin necesidad de ir más allá de Orión- que he tenido el privilegio de escuchar el trino de ruiseñores y alondras en algunas noches de silencio casi extraterrestre durante las que mi juventud se derramó en insomnios asomados a la ventana de un Colegio Mayor frente al Parque del Oeste. Todas la noches, sin faltar una, de aquel julio, con más precisión que un metrónomo, repitió incesante el autillo su ulular mágico, una gota de agua limpia cayendo una y otra vez en el estanque de su pecho, que era inevitable imaginar plumoso y suave.

Soy también el zureo de las palomas torcaces -inauditas en la ciudad cuando yo era un niño, hoy tan comunes en el centro- y los gemidos escalofriantes de algunas tórtolas encaramadas a las encinas de un monte de suelo tan rojo que lo recuerdo ahora como de sangre. Tantas más.

Sabrán Ustedes perdonar este acceso primaveral de poesía, que prometo controlar antes de que me dé por escribir una nueva entrada del blog, pero entiéndanme, es que acabo de reparar en que la música de mi vida es en realidad el canto de esas aves.

03 abril 2009

LA CUESTIÓN DEL ABORTO (V)

Se da además la circunstancia de que la unión entre estos dos individuos es inevitable sólo para uno. Quiere decirse, claro está, para el hijo: porque durante un largo periodo no puede éste existir sino unido a su madre. Desalojado del útero en que se enraíza ese órgano admirable que es la placenta, el nuevo ser no puede sobrevivir sino a partir de un momento muy próximo al de su alumbramiento; en tanto que desembarazada del que crece unido a ella sí puede la madre seguir existiendo sin dificultad. Parece ésta verdad de Perogrullo que de sobra estaría escribir si no fuera porque en ocasiones fijar la atención en lo que se descuenta por conocido permite advertir el desenfoque de un asunto.

Y quizá clarifiquemos esta cuestión reparando en cómo la vida del que viene de camino se encuentra en un estado de máxima fragilidad: uno tan germinal, tan incipiente, que es incluso previo a la independencia física. Y lo más interesante quizá sea que todas las vidas humanas -sin distinción alguna- atraviesan necesariamente por esa fase. A diferencia de lo que ocurre con la vejez, término en que puede o no darse una situación de dependencia absoluta de otro ser humano, en su estadio primigenio y en los inmediatamente sucesivos tendentes al nacimiento, toda vida humana depende necesaria y especialísimamente de una mujer.

No es poco importante esa circunstancia: la de que toda vida humana haya de estar sometida inicialmente a la voluntad de una mujer. Tiene consecuencias. Quizá podamos detenernos a pensar en ellas más adelante.