15 agosto 2009

EN CUERPO Y ALMA

El Padre Juan Aragonés, de las Escuelas Pías, no se anduvo aquella mañana con rodeos ante el grupo de pequeños catecúmenos: el cuerpo de la Virgen María no estaba en ninguna tumba. Cuando el Señor lo dispuso, cargada de años y de amor por los apóstoles y por todos nosotros, la Madre de Dios más que morirse se durmió plácidamente y los ángeles la llevaron al Cielo en cuerpo y alma. Parece que otros ángeles que estaban allí arriba esperándola se alegraron tanto al verla que formaron un gran alboroto -es sabido que las criaturas angélicas son dadas a este tipo de manifestaciones en las ocasiones señaladas- y por eso, para unir nuestra alegría a la del Cielo, cuando llegaba el quince de agosto, íbamos de jira al campo, se corrían toros, tirábamos cohetes, cantábamos y bailábamos. Lo había dicho el Papa y era obligatorio creérselo. Lo de la Virgen solamente. Lo de los toros y la fiesta era opcional.

- ¿En cuerpo y alma, Padre?

- Sí, eso: en cuerpo y alma.

- ¿Y los ángeles se la llevaron al Cielo?

Aquel benemérito Padre, bien metido ya por entonces en la sesentena y obviamente ajeno al vendaval postconciliar -corría marzo de 1974-, se caracterizaba por una gran expresividad facial, circunstancia que había llevado a sus alumnos a desarrollar una extraordinaria capacidad: predecir el humor del reverendo por mera atención al modo en que fruncía el ceño. Básicamente, y aunque desde luego había matices, se había constatado de modo empírico que la probabilidad de recibir un cachete era inversamente proporcional a la distancia entre las cejas del escolapio. Así es que aquel día, después de ver cómo la pregunta de Escudero hacía que el barómetro ciliar del Padre Aragonés anunciase borrasca, todos pensamos que no tenía sentido ahondar en un asunto que, por lo demás -verbenas, cohetes y toros incluidos- había quedado ya perfectamente claro.

-Pero... ¿por qué no iba a estar la Virgen en la tumba esperando a resucitar como todos los demás?

La pregunta hendió el aire del aula pequeña del cuarto piso, la que estaba frente a la clausura de los Padres. Todos los niños pensaron entonces que uno de ellos tenía auténtica vocación de mártir. Escudero se había adentrado en las aguas más procelosas que tenía el océano catequético: hacer preguntas difíciles y encima en tono chulesco. Las aguas de ese mar, especialmente a menos de dos meses de tomar la Primera Comunión, eran difíciles de navegar sin que una o dos olas acabasen por golpearle a uno el velamen.

-Ya verás tú la que le cae- le susurró divertido un catecúmeno pequeñito a otro un poco cabezón que estaba sentado al lado del de la pregunta difícil.

Entonces ocurrió el milagro.

El Padre Juan Aragonés levantó su pesada humanidad de la silla, se sacudió el hábito un poco gastado que llevaba, miró al niño de la pregunta, se aproximó decididamente a él y, en lugar de arrearle una colleja como esperaba todo el mundo, le puso la mano en la cabeza.

-A ver, niño. Porque la Virgen María tiene a Dios por Hijo y del mismo modo que Éste quiso que el nacimiento de la que iba a ser su Madre fuera distinto del de los demás hombres y mujeres, también quiso que su marcha de este mundo fuera especial, y así además pudo tenerla antes a su lado en la Gloria... ¿no te parece natural eso? ¿No harías tú lo mismo con tu mamá si pudieras, darle lo mejor, lo más hermoso, y tenerla junto a ti la mayor parte del tiempo?

Entonces, al de la pregunta difícil se le arrasaron los ojos y no atinaba a responder nada. Pasó un rato sin que se oyeran más que los jipidos del pequeño, hasta que súbitamente el rostro del padre Juan Aragonés cambió la expresión de desconcierto por otra que no le habíamos visto nunca. Con gran esfuerzo se puso en cuclillas, le plantó las dos manazas al chico sobre los hombros y por un momento pareció que iba a decirle algo. Pero tampoco él pudo hablar. Le temblaba la papada y tenía húmedos los ojos pequeñitos y azules con que nos miraba fijamente para hacernos callar en clase.

Pasó un instante y entonces, sin llorar nada, con una voz que parecía de mayor, habló el chaval.

-Si yo pudiera, Padre, tendría siempre a mi madre a mi lado… y recalcó muy despacito: …en cuerpo y alma.

El Padre Juan no dijo nada, se puso en pie, se sonó muy fuerte, sacó de los bolsillos del hábito dos puñados de nueces, higos secos y orejones -manjares que dosificaba sabiamente entre quienes respondían bien las preguntas del catecismo- y los dejó sobre la mesa del profesor para que antes de salir al patio tomásemos de allí lo que más nos apeteciera. La clase de catequesis terminó aquel día muy pronto.

Yo me acordé después, en el patio, de que el año anterior habíamos ido todos a misa porque a Escudero, el de la pregunta difícil, se le había muerto la madre.

1 comentario:

ANTONIO SEBASTIÁN dijo...

Muchas gracias por escribir esto, es muy enternecedor.
Saludos y afecto
ANTONIO