23 marzo 2009

TENANTES PATICORTOS

Paseando el otro día por la plaza de Oriente, bajé por Bailén y doblé en la esquina de la de la Armería con el propósito de contemplar la hermosa fachada neoclásica, la principal, de palacio. Tenía yo por cierto decidido no volver la cabeza para no tener que enfrentarme de nuevo a la Catedral de la Almudena. Pero no pude evitarlo. Al cabo de un rato me giré. Y la vi. Allí seguía la iglesia del Obispo de Madrid. Justo donde la dejé la última vez que la tristeza que inevitablemente me produce el mal gusto me obligó a apartar de ella la mirada.

Siempre he pensado que Chueca Goitia acertó con la cúpula, que fue valiente y que optó por lo único decente que se podía hacer en un proyecto tan deslavazado como ése. He llegado incluso a amigarme con el hastial de Bailén, de solución estética tan difícil. Pero hay cosas con las que no puede mi hígado: el plan decorativo, ¡ay, el plan decorativo! ¿Quién será el responsable de que la Catedral parezca una falla? Por fuera, me refiero. Lo del interior lo dejamos para otro día.

Tomemos un ejemplo pequeñín: las labras heráldicas de piedra colmenareta que adornan -es un decir- los laterales del cuerpo central de la fachada principal. Pero, hombre, si hasta el cantero más patán sabe que una figura humana contemplada desde abajo y a cierta distancia debe desproporcionarse para que el espectador la perciba, desde su punto de vista, como correctamente formada. Grave que el autor material del disparate no lo advirtiera, pero ¿y el fabriquero -quizá un canónigo- de la Catedral? El responsable del "plan decorativo" ¿quién es? ¿Dónde está?

Un buen ejemplo de proporción adecuada a la mirada humana. El Tardón, la torre del Ayuntamiento de Alcaraz, de Andrés de Vandelvira. Bien podía haber tomado ejemplo de esto el "escultor" madrileño.

La cortimembrez de los tenantes de esos escudos es demasiado parecida a la del "pueblo envuelto en la bandera" de ese espanto que afea la plaza de la República Dominicana (ya hablamos de eso aquí) como para eludir el pensamiento de que el "escultor" de unos y otro sea el mismo. Seguramente lo es y con toda probabilidad sufrirá el castigo de las musas, pero mientras tanto las armas de Juan Carlos de Borbón y las del Papa Juan Pablo II seguirán sostenidas por dos pares de enanos cabezones disfrazados de guerreros primitivos. ¡Qué poco quieren algunos a Madrid!

12 marzo 2009

NUESTROS HERMANOS MAYORES

Me gustaría que ni la triste conciencia que tengo del odio abominable con que a lo largo de la historia han sido tratados por casi todos los pueblos de Europa, ni la crueldad indecible de lo que se hizo con ellos -y con otras minorías- en las décadas de 1930 y 1940, ni siquiera la simpatía -o incluso el cariño- que pueda sentir yo por su cultura, me aparten del propósito de esta entrada del blog: hablar de los judíos al hilo de ese epíteto de moda con que muchos pastores se refieren a quienes practican hoy la Ley de Moisés.

Los hermanos tienen al menos un padre en común. Y en el sentido general y más lato del término puede sin duda afirmarse que por ser parte de la bendita Creación de Dios, todos los hombres somos hijos del mismo Padre y por lo mismo hermanos los unos de los otros, sea cual sea nuestra religión, nuestro origen o nuestra condición. Así lo creo yo.

Sin embargo, desde que comenzó a oírse, la expresión "nuestros hermanos mayores" parece emplearse no en ese sentido general, sino con la intención de subrayar -esto, al menos, me parece a mi, que soy un poco borrico- que los cristianos compartimos con los judíos el mismo Dios y Padre, que compartimos, pues, filiación divina. Puedo sin duda estar equivocado, pero eso es lo que cabe entender al oír a personas investidas de gran autoridad llamar "hermanos mayores" a los judíos.

Pero al menos en mi caso, eso no es cierto. Porque yo no creo en el mismo Dios en que creen hoy los judíos. Yo creo en la Trinidad Beatísima. Creo en un solo Dios Padre del único Dios Hijo Redentor del mundo, y creo que Jesús es ese Dios Hijo. Creo además en Dios Espíritu Santo, que procede de Dios Padre y de Dios Hijo y que es asimismo, en unión de Dios Padre y de Dios Hijo, el único Dios verdadero. No creo, no puedo creer, pues, en un Dios que no sea Padre de Jesús, que no sea Jesús mismo.

Pero ése es precisamente el Dios inexistente en el que creen hoy los judíos. No es ni siquiera el Dios del Antiguo Testamento, porque en las obras de Aquél se prefiguraba la verdad que nos fue revelada después. En éste que hoy proponen no hay nada de verdad viva. Si no se me caen las mayúsculas para nombrarlo es porque siento inmenso respeto por la imagen fosilizada de aquella única verdad que los hombres pudieron conocer desde la creación del mundo hasta la venida de Cristo; pero tras la Encarnación, la Pasión y la Resurreción de su hijo Jesús, una vez nos ha sido predicada su palabra, es gravísimo -mortal- error no reconocer que el Dios que libró a Israel de Egipto es el que nos muestra su intimidad redentora a diario en la persona de Jesucristo, su Mesías, y que alienta y vivifica el mundo a través de la persona de su Santo Espíritu, Dios mismo también.

Sólo Dios sabe, aunque a nosotros nos quepa imaginarla, la inmensa tristeza que le produce el modo especial de descreer que tienen los hijos del Pueblo que Él se eligió al principio de los tiempos para darse a conocer a la humanidad. Esa manera especial de apostatar del Mesías y Salvador -el que había de venir- que está reservada sólo a ellos. Esta particular falta de fe tenía un nombre en español. Un nombre que ahora sólo puede oírse en algunos boleros. Y quizá esto sea para bien.

Niego, desde luego, que los judíos cuenten con una vía autónoma -ajena a Cristo- que conduzca a la salvación, como si el Antiguo Testamento estuviese aún en vigor para ellos. Esto es cosa aparentemente definida, al menos, desde el Concilio de Florencia y por otra parte, la lectura de Gal, 5: 2-4 es bien clara. Tampoco Santo Tomás de Aquino parecía tener ninguna duda al respecto (Summa Theol. : Ia IIæ, q. 107, art. 2,) aunque confieso que las finuras del Aquinate no están hechas para una herramienta tan basta como mi cabeza, así es que habrá probablemente quien discrepe de esto último y me lo haga notar.

Por terminar, dejadme que os diga que pienso que la única relación sana que los cristianos podemos tener con los judíos -entiéndaseme: digo desde el punto de vista espiritual- es mostrarles el amor especial y persistente de Dios hacia ellos e intentar con ardor convertirlos a Cristo. El Apostol nos asegura que al final tendremos éxito en ese propósito (Rm 11, 25-32.) Así lo pide, además, la Iglesia cada Viernes Santo.