13 febrero 2005

EVOLUCIÓN

La verdad es que no sé por qué no he reparado últimamente en esas dos manchas marrones que tiene el sofá en el brazo.

Recuerdo que cuando eran rojas me hicieron enfadar con una criatura de cuatro años que lloraba no sólo por el susto que le producía la sangre que veía manar de su nariz sino también por el que le nacía por dentro al oír a su padre gritar no sé cuántas cosas incomprensibles sobre una tapicería.

Pero un niño de cuatro años apenas sabe qué es una tapicería.

Me molesta la nitidez con que vuelvo ahora a ver el movimiento del pelo de mi hijo zarandeado camino del cuarto de baño, y me asusta recordar la dureza con que le apliqué compresas de agua fría y le grité que parase quieto mientras sobre el suelo cerámico caían gotas redondas y espesas. Hasta que pude taponar con algodón el orificio aquel.

Cuando yo era un niño de cuatro años cualquier gesto de mi padre, cualquier palabra tenía la capacidad increíble de hacer brotar en mi interior de manera casi inmediata alegría o tristeza, calma o tormenta, guerra o paz.

Me alivia pensar hoy que a mi hijo pueda no sucederle lo mismo.

1 comentario:

ANTONIO SEBASTIÁN dijo...

Me impresiona mucho este texto. Esta entrada cargada de intimidad y profundidad, a partir de un detalle cotidiano. Me hace sentir desnudez interior a mi mismo.
Yo he escrito algunas cosas íntimas en mi blog, pero reconozco, que hasta haber leido esta entrada, no he sido tan consciente. He llegado a sentir verdadero pudor ante la mirada ajena. Me ha llenado de recato.